Viernes Santo 2015, Catedral Metropolitana de México
De acuerdo con una antiquísima tradición, el Viernes Santo, después de la adoración de la Cruz, por la noche, en las Iglesias Catedrales, se tiene un sermón delante de la imagen de la Virgen Dolorosa, en el que el pueblo cristiano se dirige a la Señora para expresarle de alguna manera sus “condolencias” por la muerte de su Hijo. Ofrecemos un espléndido texto pronunciado en la Catedral Metropolitana de México, la noche del Viernes Santo de 2015.
María. Mujer. Ven a casa. Jesús me dijo en la Cruz que tú eres mi madre. Y a ti, que soy tu hijo. Ven. Me desgarra el dolor, pero no logro imaginar cómo será el tuyo. ¡Madre! Permíteme arroparte con mis brazos. El dolor compartido es comunión. Yo también lo amaba. Yo también lo amo. Ven, ven a casa. Sus palabras me dieron vida. Desde aquel día, justo a las cuatro de la tarde, cuando el Bautista lo señaló como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. ¡Es verdad! ¡Cuánta miseria han cargado sus hombros! No entendimos entonces el peso que asumía como suyo. Pero ya en ese momento nos miró con aquellos ojos en los que nunca se oscureció la luz. Llenos de gracia y verdad. Los que hablaban de Dios. Tan parecidos a los tuyos. «’Dónde vives?», le preguntamos. «Vengan y vean», nos dijo. Y en realidad, empezamos a ver. Nunca nada volvió a ser igual. La luz nos inundó entonces, y de alguna manera sigue con nosotros. A pesar de las tinieblas del mundo. Estuvimos con él toda la tarde. Ven, María, ven a casa. Él nos llevó entonces a donde vivía. Él había venido a vivir entre nosotros. Ven, María. Esta es tu casa.
En el lago, un día nos llamó. Dijo que haría de nosotros pescadores de hombres. No entendimos bien, pero aquella fuerza dulce y tremenda de su voz nos atrapó. Esa libertad audaz y silenciosa entró en mi corazón, y nunca me soltó. Su palabra a la vez enlazaba y liberaba. Aún cuando misteriosamente nos anunciaba el cáliz que había de beber, y nosotros neciamente le solicitábamos honores, su seguridad nos llevaba más lejos, más lejos que nuestras torpes ambiciones. Nos hacía vivir en amor. Aquel amor festivo en las bodas de Caná, ’te acuerdas? Aquel amor refulgente del monte. Aquel amor angustiado en el huerto. Aquel amor sonriente en la multiplicación de los panes. Aquel amor grave cuando nos lavó los pies en la Cena. Aquel amor incontenible cuando te dijo: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». ’Sabes? Me dejaba reclinarme en su hombro...
Ven, María, recemos juntos. El dolor sintoniza el amor con la plegaria. ’No fue de tus labios y de los de José, el carpintero, que escuchó cuando niño estas oraciones, las súplicas de Israel' ’No las balbuceó imitándolos, aprendiendo de ustedes, él, que siempre estuvo en intimidad con el Padre? ¡Cómo sonaban en su boca estas frases, como si toda la humanidad se expresara en él! Nadie las ha pronunciado como él. «Las lágrimas son mi pan noche y día, mientras todo el día me repiten: “’Dónde está tu Dios?”» Las lágrimas son mi pan... ’Sabes, mujer? Yo lo vi llorar. Lo recuerdo en el monte, mirando hacia Jerusalén. ¡Cómo la amaba! También cuando murió Lázaro. Ante su tumba. Estremecía su conciencia de la muerte. ¡Y lo levantó! También en el huerto lloró. Vi incluso sangre en su rostro. Pero ’sabes? Un poco antes, durante la cena, vi también una lágrima en su mejilla. Cuando Judas, el traidor, salió de la casa... Nos enseñó que son bienaventurados los que lloran. Porque serán consolados. Madre, quiero consolarte y eres tú quien lo haceconmigo. ’Cómo logras sonreírme con tanta dulzura, aún cuando tus propios ojos están inyectados de llanto? Lloras tú. Lloro yo. Llora la ciudad. Llora la patria. Lloran tantos discípulos de tu Hijo, escarnecidos. Lloran tantos inocentes en el mundo. ¡Pero si él era todo inocencia! Y «todo el día me repiten: “’Dónde está tu Dios?”» ’Dónde está tu Dios, María? ’Dónde está tu hijo? ’Dónde está tu niño?
’Qué le hicieron a tu hijo? ’Qué le hicieron a tu niño? ¡Qué le hicieron a tu Dios! «¡Oh ustedes, todos los que pasan por el camino, miren y vean si hay dolor semejante a mi dolor, con el que el Señor me ha herido en el día de su ardiente cólera!». No puede haber dolor semejante al tuyo, mujer. Si el cielo mismo se desgajó, si el velo del templo se rasgó, si la tierra tembló, estremecida, ’puede aun eso compararse con tu pena? Toda la culpa del mundo cayó sobre él. Pero tu dolor es diverso. En el tuyo no hay culpa alguna. Tu hijo nació sin sangre, sin deseo de hombre. Tu dolor es puro. Sólo tu dolor es puro. Como el suyo. Cuando nosotros sufrimos, al menos algún resquicio de responsabilidad va en él. En el tuyo no. Tú desconoces la aflicción por las propias faltas. Por eso puedes también ser ofrenda inmaculada, y tus lágrimas te asocian al sacrificio del cordero sin mancha. Él no cometió pecado. Y sin embargo, él «ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz». También tu dolor está lleno de gracia. También tus lágrimas nos redimen. Perdona, madre. «Se espera la paz y no hay bienestar. Al tiempo de la cura sucede la turbación». No puedo detener el llanto. «Las lágrimas son mi pan...» Mi pan... «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió», nos decía. Y siempre actuaba al pendiente de su Padre. «Muéstranoslo y eso nos basta», le suplicó Felipe. Y él contestó: «El que me ve a mi ve al Padre». Y en verdad, lo que nuestros ojos vieron, lo que nuestros oídos escucharon, lo que nuestras manos tocaron nos entregaba al Padre. ¡Lo que tú misma llevaste en tu seno, lo que amamantaste, lo que amaste como hijo, madre, lo que sembró tu corazón con cosas que atesorabas continuamente...! Y ahora, María, ’dónde encontraremos al Padre? «Me repiten: ’Dónde está tu Dios?» «Las lágrimas... son mi pan». ¡El pan! El noble pan de trigo. «Si la semilla arrojada en tierra no muere, no da fruto». Arrojado en tierra cayó él en el huerto, como si el mismo Padre preparara con él el pan bueno. Y luego lo levantaron de la tierra, como una planta nueva. ¡Lo vimos! Atrapó una vez más nuestras miradas. La vida no dejaba de brotar de él. ¡El pan! Una vez nos habló de sí mismo como pan. Nos dijo que si no comíamos su carne y bebíamos su sangre no tendríamos vida eterna. Nos dijo que él era el pan vivo bajado del cielo. En la Cena también partió el pan, y nos dijo que era él. Con sus lágrimas regaba el signo de la vida. Nos dijo que lo hiciéramos en memoria suya. ¡Se nos entregó entonces, antes de la muerte! Luego, cuando fue puesto en alto, ante nuestros ojos vimos que era él, que se fraccionaba sin que hueso alguno se le rompiera, atrayendo a todos hacia sí. Y el soldado le traspasó el costado... y brotó sangre y agua. En él estaba la vida. Él era la vida. Sus llagas nos han curado.
«Destruyan este templo», proclamó desafiante cuando le cuestionaron sobre su autoridad. «Yo lo reconstruiré en tres días». Y se burlaron de él. Pero, ’sabes, mujer? ¡Él hablaba del templo de su cuerpo! El cuerpo hermoso que el Espíritu tejió en tu vientre. Lo han destruido ya. Nuestros propios ojos lo vieron. Fue profanado sin piedad. Lo ajusticiaron como a un criminal. Pero él lo aceptó sin pronunciar palabra. Como oveja llevada al matadero. ¡El Cordero de Dios! ¡Y fue a la misma hora en que se sacrifica el Cordero Pascual! El templo del mundo fue testigo de su entrega. Nosotros lo vimos. No tenía apariencia de hombre, es verdad. Y sin embargo es el más hermoso de los hombres. De sus labios se derrama la gracia. Detrás de la muchedumbre arremolinada, detrás de los agravios y los golpes, detrás de los clavos y la lanzada, detrás de la molienda cruel, hay un consuelo oculto que contiene toda la vida y todo el amor de Dios. ’Tú lo percibes, verdad, María? ¡Tú captaste el aliento de vida que derramó en el mismo instante que entregó el espíritu! ¡Por eso tu dolor está impregnado de esperanza!
«Espera en Dios, que volverás a alabarlo. “Salud de mi rostro, Dios mío”». Descansemos, María. El sábado llega, con su reposo mandado. Permanezcamos en casa. Las lágrimas que son nuestro pan han fatigado el cuerpo. Difícilmente podemos seguir. Los ojos nublados de pesar agotan también el alma, dejándonos una sequedad de muerte. «Espera en Dios, que volverás a alabarlo...» Ante la tumba de Lázaro, su voz tronó potente, después de sus lágrimas. Espera en Dios, María, que volverás a alabarlo. Él es la salvación de nuestros cansados rostros. Él redimirá nuestros cansancios, borrará las culpas de los hombres, elevará su dignidad y enviará su Espíritu. Te necesitamos, María, porque su ausencia inicia la renovación de todas las cosas. La semilla ha muerto para darnos vida. La vida ha muerto para hacernos hijos. La verdad se ha callado para que viendo con nuevos ojos, creamos. Un nuevo pan se está preparando. Ahora nace la Iglesia, madre nuestra. Y nace también contigo, fiel como el amor divino. Durmamos un poco, mientras se anuncia el alba del último día. Esperemos en Dios, que volveremos a alabarlo. Salud de mi rostro, Dios mío.