Ante un Dios que se deja crucificar por amor, cada palabra se hace silencio y cualquier pensamiento se desvanece. Sólo el arte, la mística y el amor pueden sostener la mirada y hacerse oración.
La Crucifixión (Mathias Grünewald, Altar de Isenheim, para la Iglesia del Hospital de los Antoniti) es el cuadro central, de cara al exterior, con las puertas cerradas. Esta parte central está expuesta a las miradas para que sea contemplada constantemente, excepto en las grandes fiestas del año litúrgico, momento en el que se descubren las caras internas. Se invitaba a los enfermos a que contemplaran con fe el Crucifijo, a que se alimentaran de la sangre del cordero en la Eucaristía, a que participaran de su sacrificio para así poder participar de su vida. Se les animaba a perseverar en la fe y en el amor de María, de Juan el Evangelista y de María Magdalena, que bajo el peso de la tragedia se doblegan y se inclinan, pero que a pesar de ello vencen el poder de las tinieblas, como lo sugiere el esplendor de los colores. Las oscuras tinieblas que se ciernen sobre el mundo simbolizan la dimensión universal y cósmica del mal. Oprimen el cuerpo de Jesús que acaba de morir y que sin embargo conserva aún los signos visibles de una lucha atroz. Está suspendido a la cruz como un enorme cadáver, pálido con llagas por todo el cuerpo; tiene el rostro contraído, desfigurado, sus manos y sus pies retorcidos; el paño que rodea su cadera ha sido desgarrado por el látigo y el eje transversal del patíbulo aparece curvado por el peso que sostiene. La corona de espinas también es enorme; de hecho, parece haberse extendido sobre todo el cuerpo, desgarrado y herido por astillas y espinas que parecen haberse clavado desde el interior. "Nadie murió como él", dijo Santa Brígida de Suecia, la gran mística. Por amor se hizo pecador con todos los pecadores, anonadándose a sí mismo. Por lo tanto ya no estamos solos, ni siquiera en el abismo más profundo del pecado y de la perdición. Ningún rechazo ni ninguna desesperación son más fuertes que su amor. La inscripción blanca en la parte superior de la cruz resalta en la oscuridad y proclama victoriosamente que Jesús de Nazaret es el Rey de los Judíos, el Salvador de todos los hombres. La misma blancura ilumina el manto de María y el libro de profecías que sostiene con sus manos Juan el Bautista. Estos signos dan testimonio de la victoria sobre las tinieblas del mal e invitan a tener esperanza.