Hay muchos días solemnes para la fe cristiana; y muchos de ellos son percibidos como "íntimos", por la devoción popular. El Jueves Santo por la tarde, con el lavatorio de pies, solemnidad e intimidad van de la mano porque revivimos, junto a Jesús, las últimas horas de su vida pasadas con sus discípulos y durante las cuales el Señor dice y hace las cosas más importantes:
• instituye la Eucaristía ("Esto es mi cuerpo ... esta es mi sangre") • y el sacerdocio ministerial ("Haced esto en memoria mía") • nos enseña cómo hay que vivirlo ("Si yo, el Maestro y Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaos los pies unos a otros"); • nos da Su mandamiento ("Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros") • y su testamento ("Padre, que los que me has dado sean uno como nosotros somos uno y que el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí"). En una palabra, como dice Juan, "después de haber amado a los suyos, los amó hasta el extremo". Este "hasta el extremo", es hasta el último instante, hasta la última gota de su sangre. ¡Es imposible amar más, incluso para Dios! En aquella hora también está presente el más injusto de los dolores, el beso de un hijo, que te vende por cuatro monedas. El Jueves Santo, en el clima del cenáculo, es también el día para plantearse la gran pregunta: ’Quién es Dios? El joven apóstol, que durante la cena recostó su cabeza en el pecho del Señor, responde a esta pregunta: "Dios es amor". El amor, aquí, no es un atributo, ni siquiera el primer atributo, de Dios. Aquí el amor es el sujeto, Dios. Por lo tanto, todos sus atributos son los atributos del amor. Y un amor que es todopoderoso, sabio, libre, bueno y hermoso.