’Se trae el candil para ponerlo debajo del celemín o debajo de la cama, o para ponerlo en el candelero? Pregunta retórica. Ciertamente se enciende la candela no para esconderla, sino para ponerla en el candelabro. Santo Tomás de Aquino es, sin duda, una gran luz que Dios ha puesto en el candelabro para iluminar a la Iglesia y a la humanidad entera.
Es llamado el doctor Angélico tanto porque ha hablado de los ángeles mejor que todos los demás doctores, enseñando que son creaturas puramente espirituales, cada uno una especie en sí misma, simples, compuestos sólo de esencia y acto de ser, solamente inferiores a Dios que es simplicísimo, acto de ser puro e infinito; como porque por su extraordinaria castidad ha sido semejante a los ángeles, a pesar de haber sido sometido a dura prueba y tentado fuertemente, por voluntad de sus potentes familiares que eran contrarios a su vocación religiosa; como, finalmente, porque ha sido semejante a los ángeles por su prodigiosa inteligencia, a tal punto que el Papa que lo canonizó no quiso examinar los milagros que le habían sido atribuidos y declaró: tot miracula fecit quot articula scripsit (ha hecho tantos milagros como artículos de teología ha escrito).
Querría subrayar que el amor casto, capaz de integrar las pulsiones y los deseos sensuales en el don desinteresado de sí a los demás y a Dios, favorece la inteligencia de las verdades más altas. Santo Tomás mismo enseña que la voluntad y la inteligencia, el amor y el conocimiento de la verdad forman un círculo dinámico, ejercitan un influjo recíproco. De una parte, para amar es necesario de alguna manera conocer (nihil volitum nisi praecognitum, nada es querido si antes no es conocido); de otra parte para conocer la verdad es necesario desearla, amarla, estar disponible a reconocerla, a aceptarla y a servirla.