«Es necesario que las familias de nuestro tiempo vuelvan a remontarse más alto. Es necesario que sigan a Cristo»
¡El futuro de la humanidad se fragua en la familia!
Por consiguiente es indispensable y urgente que todo hombre de buena voluntad se esfuerce por salvar y promover los valores y exigencias de la familia. A este respecto, siento el deber de pedir un empeño particular a los hijos de la Iglesia. Ellos, que mediante la fe conocen plenamente el designio maravilloso de Dios, tienen una razón de más para tomar con todo interés la realidad de la familia en este tiempo de prueba y de gracia. Deben amar de manera particular a la familia. Se trata de una consigna concreta y exigente. Amar a la familia significa saber estimar sus valores y posibilidades, promoviéndolos siempre. Amar a la familia significa individuar los peligros y males que la amenazan, para poder superarlos. Amar a la familia significa esforzarse por crear un ambiente que favorezca su desarrollo. Finalmente, una forma eminente de amor es dar a la familia cristiana de hoy, con frecuencia tentada por el desánimo y angustiada por las dificultades crecientes, razones de confianza en sí misma, en las propias riquezas de naturaleza y gracia, en la misión que Dios le ha confiado: «Es necesario que las familias de nuestro tiempo vuelvan a remontarse más alto. Es necesario que sigan a Cristo». Corresponde también a los cristianos el deber de anunciar con alegría y convicción la «buena nueva» sobre la familia, que tiene absoluta necesidad de escuchar siempre de nuevo y de entender cada vez mejor las palabras auténticas que le revelan su identidad, sus recursos interiores, la importancia de su misión en la Ciudad de los hombres y en la de Dios. La Iglesia conoce el camino por el que la familia puede llegar al fondo de su más íntima verdad. Este camino, que la Iglesia ha aprendido en la escuela de Cristo y en el de la historia, —interpretada a la luz del Espíritu— no lo impone, sino que siente en sí la exigencia apremiante de proponerla a todos sin temor, es más, con gran confianza y esperanza, aun sabiendo que la «buena nueva» conoce el lenguaje de la Cruz. Porque es a través de ella como la familia puede llegar a la plenitud de su ser y a la perfección del amor. Que San José, «hombre justo», trabajador incansable, custodio integérrimo de los tesoros a él confiados, las guarde, proteja e ilumine siempre. Que la Virgen María, como es Madre de la Iglesia, sea también Madre de la «Iglesia doméstica», y, gracias a su ayuda materna, cada familia cristiana pueda llegar a ser verdaderamente una «pequeña Iglesia», en la que se refleje y reviva el misterio de la Iglesia de Cristo. (Familiaris Consortio, 86)