Jesús se presenta de manera anónima en medio de la muchedumbre que ha acudido dónde Juan al Jordán. Jesús está en medio de nosotros. De él el Evangelio no dice nada; solamente ve que el cielo se abre y que el Espíritu baja en forma de paloma.
Quizás la voz del cielo la haya escuchado solamente él: “Tu eres mi Hijo, el amado: en ti me complazco”. También es verdad que ha sido empujado por el Espíritu él solo, casi como en un exilio. Cuarenta días representan la duración de una generación, casi una vida entera. Jesús está con nosotros también en la pobreza del desierto, padeciendo la prueba y el enfrentamiento con el mal a través de la tentación de Satanás. Jesús es como nosotros en todos, salvo en el pecado.
El Espíritu mueve a Jesús enseguida, después del bautismo. Al amor declarado por el Padre, Jesús responde con la obediencia dejándose conducir por el Espíritu. Esta es la única respuesta posible. Jesús ve el cielo abierto y el Espíritu que desciende sobre él como una paloma. Los cielos abiertos significan que la herida está curada, la separación que existía entre el cielo y la tierra ha sido anulada; los cielos abiertos hablan del nuevo encuentro entre Dios y el mundo, como sucedió con la paloma en el arca después del diluvio cuando por fin ésta encontró tierra firme dónde posarse. “Tú eres mi Hijo, el amado: en ti me complazco”. Esta es la palabra fundamental. Jesús es el hijo amado, en él, Dios encuentra su complacencia. Jesús es el verdadero hombre, el hombre nuevo, el nuevo Adán. Las palabras dirigidas a Jesús son también para todos nosotros, amados del Padre. Y el Espíritu que desciende en forma de paloma evoca la ternura amorosa del Padre que se inclina sobre su Hijo como una paloma que se acerca a sus pequeños.