La exhortación apostólica
Amoris Laetitia es el fruto de un largo y complejo camino de la Iglesia. La cálida invitación del Papa Francisco a un dialogo amplio, abierto y franco sobre los temas reales y no sobre las cuestiones de escuela resuena a lo largo de toda la Exhortación. Esta Exhortación reúne muchos textos de los documentos sinodales, de las catequesis de los miércoles de 2015, y del reciente magisterio pontificio, en particular de San Juan Pablo II y de Benedicto XVI.
La reflexión eclesial que fluye del texto, en línea con la progresión del Magisterio desde Vaticano II hasta hoy, pone de manifiesto la necesidad de una nueva relación de la Iglesia con la condición familiar. La vida de las familias, para la Iglesia, no debe ser en primer lugar un conjunto de cuestiones morales que hay que resolver sino la fuente de la vitalidad de la fe portadora del amor de Dios a los hombres.
Partiendo de este punto podemos entender la opción de comentar 1a Corintios 13: un pasaje que muestra el horizonte dónde la altura y la concreción llevan al amor – a todo amor – a la suprema fuente del ágape de Dios; una clave que va mucho más allá de lo místico y romántico. El amor, como lo describe el Papa Francisco siguiendo paso a paso San Pablo, aparece lleno de concreción y dialéctica, de belleza y sacrificio, de vulnerabilidad y de tenacidad (el amor soporta todo, el amor nunca se da por vencido ...) .¡El amor de Dios es así! Estamos lejos de aquel individualismo que encierra al amor en la obsesión posesiva "de dos", y pone en peligro la "alegría" de los vínculos conyugales y familiares. El léxico familiar del amor no carece de pasión, es rico de generación.
Superar la distinción entre doctrina y pastoral
El Evangelio de Jesús es el anuncio pascual del amor de Dios que nos llama a seguirlo. Este es el corazón de la verdad de la fe. La interpretación de la doctrina que no es capaz de honrar este testimonio en la acción pastoral aleja la tradición de la fe de la fidelidad a la revelación.
Por desgracia, no son pocos, incluso entre los creyentes, aquellos que querrían una Iglesia que se presenta esencialmente como un tribunal de la vida y de la historia de los hombres, una Iglesia que acusa, una Iglesia notario que registra los cumplimientos y los incumplimientos legales, sin tener en cuenta las dolorosas circunstancias de la vida y la redención interior de las conciencias. Es un punto de vista unilateral que se olvida de que la Iglesia ha recibido el mandato del Señor de ser valiente y fuerte protegiendo a los débiles, perdonando las deudas, curando las heridas de los padres y de las madres, de los hijos y de los hermanos. Comenzando por aquellos que se reconocen prisioneros de su propia culpa y están desesperados por haber fracasado en sus vidas.
El Papa escribe: "De ninguna manera la Iglesia tiene que renunciar a proponer el pleno ideal del matrimonio, el proyecto de Dios en toda su grandeza" (307). Tenemos que tener más valor para proponer el ideal. El texto se extiende en la preparación de los jóvenes y en el acompañamiento en los primeros años de la nueva familia: "Hoy en día el esfuerzo pastoral para consolidar a los matrimonios y así evitar las rupturas es más importante que una pastoral para los fracasos" (307). Sin embargo la Iglesia también conoce la fragilidad y la "ley de la gradualidad" (295) sabiendo que el Señor no abandona a nadie.
La síntesis que el Papa presenta pide un cambio de ritmo y estilo que incumbe a la forma de la Iglesia. La consagración del ministerio eclesiástico es para la vida de la fe de la familia, y no viceversa. La Iglesia, por lo tanto, no podrá realizar la tarea que le ha sido asignada por Dios para con la familia si no incluye a las familias en esta misma tarea, según el estilo de Dios. Y por consiguiente, sin asumir ella misma los rasgos de una comunión familiar .
Esta esencial eclesiología de la familia es la inspiración que recorre todo el texto, el horizonte hacia el que quiere conducir el sentimiento cristiano en esta nueva era. Esta transformación, si se recibe con fe, decididamente está llamada a transformar la mirada con la que se debe percibir la Iglesia de los creyentes en el período de transición. La clave de esta transformación no se encuentra, como podría parecer, en la equivoca disputa que ha polarizado el inicio de este camino sinodal, en el supuesto conflicto (o alternativa) entre el rigor de la doctrina y la condescendencia pastoral. La Iglesia vuelve a descubrir profundamente la responsabilidad moral de sus procesos de interpretación de la doctrina, que la obligan a practicar un discernimiento de las reglas que tienen que ver con la vida de las personas, de tal manera que en ningún caso pierdan su convencimiento de ser amadas por Dios. La belleza de la actitud es la que da testimonio de ello, incluso en la vulnerabilidad de nuestras vidas.
Las signos fuertes de esta orientación de rumbo son al menos dos:
1. El matrimonio es indisoluble, pero el vínculo entre la Iglesia con los hijos y las hijas de Dios lo es aún más: ya que es como el que Cristo ha establecido con la Iglesia, llena de pecadores que han sido amados cuando aún lo eran. No son abandonados, incluso cuando vuelven a caer de nuevo.
2. El segundo signo es la consiguiente plena entrega al obispo de esta responsabilidad eclesial sabiendo que el principio supremo es la salus animarum (afirmación solemne que concluye el Código de Derecho Canónico, pero que a menudo se olvida). El Obispo es juez en su calidad de pastor. Y el pastor reconoce a sus ovejas incluso cuando han perdido su camino. Su objetivo final es traerlas de nuevo a casa, donde pueda curarlas y sanarlas, y no podría hacer esto si las dejase donde están, abandonándolas a su destino porque "ellas se lo han buscando".
El cuidado de las familias heridas
En el penúltimo capítulo de la Exhortación Apostólica, el Papa indica con tres verbos el camino a seguir: acompañar, discernir e integrar. En verdad, todo el texto marca un nuevo eje de la vida pastoral de la Iglesia que el Papa inscribe en el horizonte de la misericordia, en el surco de la Evangelii Gaudium: una iglesia dedicada a acompañar y a integrar a todos, sin excepción. El discernimiento debe descubrir, donde quiera que estén presentes, los "signos de amor que de alguna manera reflejan el amor de Dios" (294) para "integrar a todos" (297). Cada persona tiene que encontrar un lugar en la Iglesia para poder crecer hasta la plena incorporación a Cristo. Y "ninguno puede ser condenado para siempre" (297).
El Papa, por lo tanto, considera que no es necesaria "una nueva normativa general de tipo canónico" (300), sino que pide un "responsable discernimiento personal y pastoral de los casos particulares" (300). Las palabras claves confiadas a los Obispos son simples y directas: acompañar, discernir, integrar en la comunidad cristiana. La fe compartida y el amor fraterno pueden realizar milagros, incluso en las situaciones más difíciles. El acceso a la gracia de Dios, que acogida, genera la conversión del pecador, es un asunto serio. La doctrina católica sobre el juicio moral, tal vez un poco descuidada, vuelve a ser honrada: la calidad moral de los procesos de conversión no coincide automáticamente con la definición legal de los estados de vida. La tarea de los sacerdotes, en particular, está dirigida a conducir hacia este encuentro con el Obispo: nada de “hazlo tú mismo”, ni para ellos, ni para los fieles. No es un cálculo legal que debe aplicarse, ni un proceso que se decide arbitrariamente. El camino solicitado ha de interpretar la doctrina de la Iglesia, discernir las conciencia, honrar el principio moral, proteger la comunión.