La imagen de María como madre que, a través de los siglos, ha ofrecido el arte cristiano, está impregnada del amor y la interioridad contemplativa. Vemos, en innumerables imágenes desde el medievo en adelante, como el artista ha querido ilustrar la actitud descrita por Lucas cuando, narrando la adoración hecha por los pastores al recién nacido, dice que “María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (2, 19). El silencio de quien conserva y medita cosas extraordinarias envuelve a María en las escenas de la Navidad de Geertgen tot Sint Jans y Georges de La Tour, por ejemplo, y tanto en la una como en la otra, la ambientación nocturna permite al artista insistir en la intimidad del momento. En una y en otra, Cristo es presentado como luz radiante, y el amor meditativo con que María lo contempla asume el carácter de una “iluminación”.
En la iconografía cristiana, María, que conserva y medita el misterio de su Hijo, es también el centro de la huida a Egipto, un tema que el Evangelio asocia con San José. En una versión pintada por el Beato Angélico, por ejemplo, dos inscripciones explican lo sucedido, una en sentido literal y la otra en sentido mariano. La inferior recoge el texto evangélico en el que el ángel ordena a José levantarse del sueño, coger al niño y a su madre y huir a Egipto (Mateo 2, 13); la superior ofrece, en cambio, una frase del Antiguo Testamento “Errante, huirás al desierto, habitarás en el desierto” (Salmos, 55 (54), 8), en alusión a la “mujer vestida de sol” del Apocalipsis que “huye al desierto, donde Dios le había preparado un refugio” (12, 6). Es la más importante de las dos citas, porque mientras que la inferior es sólo una catequesis, ésta ofrece una clave de lectura, asociando poéticamente la figura de María que abraza a Jesús contra su pecho, con el salmista que, desilusionado por la doblez de los hombres y del mundo pide: “”Quién me dará alas de paloma, para volar y encontrar descanso? Errante, huiré lejos, habitaré en el desierto. Descansaré en un lugar protegido de la furia del viento y del huracán” (Salmos, 55 (54), 7-9). De este modo María que lleva a Cristo “en solitario” se convierte en la figura de toda alma que busca la paz interior lejos de los ruidos del mundo: figura del contemplativo, figura del monje y del religioso.
La misma función mística le es asignada a María en la inscripción de la Huida a Egipto de Martin Schongauer, donde sobre la madre que se aleja con el Hijo vemos angelitos que doblan un árbol para dar sombra y permitir a José atrapar un racimo de dátiles. Esta simpática invención alude a otro texto veterotestamentario, en el cual se dice que “las selvas y todos los árboles olorosos darán sombra a Israel por orden de Dios” (Baruc 5, 8). El contexto es un largo poema sapiencial en el que Dios dice al pueblo elegido: “Aprende dónde está la prudencia, dónde está la fuerza, dónde está la inteligencia, para comprender también dónde está la longevidad y la vida, dónde está la luz de los ojos y la paz” (Baruc 3, 14), prometiendo facilitarle el retorno y comprometiéndose a “allanar las altas montañas y los riscos altísimos, llenar los valles y allanar la tierra, para que Israel camine seguro bajo la gloria de Dios. También las selvas y los árboles olorosos darán sombra a Israel por oden de Dios. Porque Dios conducirá a Israel con alegría a la luz de su gloria” (Baruc 5, 7-9). En el cuadro de Schongauer, María que mira al niño Jesús y lo estrecha contra sí es figura de aquellos que han aprendido “dónde está la prudencia, dónde la fuerza y dónde la inteligencia (...) la luz de los ojos y la paz”. Para María estas cosas están en Él, su Hijo, Jesús.
El mismo sabor empapa también el encantador “Reposo durante la huida a Egipto” del Caravaggio, en el cual la belleza helenística del ángel visto desde atrás, y la imaginada armonía de la música que él toca con la ayuda de San José, preparan la mirada a detenerse en la figura situada a la derecha: una joven María inclinada sobre el bebé, durmiéndose junto al pequeño, entre los perfumes nocturnos del bosque. En este caso es la misma cadencia compositiva –el movimiento de nuestra mirada, de José al ángel y después a María- la que asocia al misterio del amor materno la armonía expresiva de “la fuerza (...), la inteligencia (...), la luz de los ojos y la paz” de quien ha aprendido a conocer a Dios.
He aquí, pues, el fondo contemplativo de innumerables imágenes de la Virgen con el Niño: no sólo el sentimiento humano, sino la sabiduría divina que se encarna entre los brazos de una madre, la Luz se refleja en los ojos de una virgen. Desde los solemnes icónos de la tradición oriental, con el Hijo de Dios que mira, fascinado, la belleza de la mujer elegida, abrazándola, a las deliciosas viñetas occidentales en las que María juega con el niño Jesús como cada mamá hace con su bebé, el mensaje es claro: el Dios Amor ha querido aprender los gestos de amor humano de María; se ha fiado de su afecto; no ha despreciado los mimos sino que, incluso, los ha dado y los ha recibido con alegría. Por un tiempo, ha reducido su sed universal a la búsqueda de un seno particular, metiendo la manita bajo el vestido de María con familiaridad, seguro de que no se le negaría la leche. Pan vivo bajado del cielo (Juan 6, 51), ha saciado su hambre terrenal en el pecho de esta joven, nutriéndose de su bondad.
La tranquilidad de María, con un Dios entre los brazos al que alimentar; la inteligencia de esta hija de Jacob, el soñador que vio una escalera entre el cielo y la tierra con ángeles que subían y bajaban, y, despertándose, confesó: “¡Qué terrible es este lugar! Esta es la casa de Dios, la puerta del cielo” (cfr. Génesis 28, 12-17); la dulce intimidad de aquella que se ha hecho “escala”, “puerta” y “casa” para que la Luz pudiese descender al “pueblo que caminaba en tinieblas (....) a los que habitaban en tierras tenebrosas” (cfr. Isaías 9, 1): son estos los temas subyacentes en la aparente sencillez de las Virgenes del arte cristiano, delante de las cuales incluso los no creyentes pueden desear pronunciar otra palabra de Jacob: “¡Ciertamente, el Señor está en este lugar y yo no lo sabía!” (Génesis, 28, 16).
“El Señor está en este lugar”. Donde está la madre, está también el Hijo, al menos mientras es aún niño. Pero el Hijo de María es también Hijo de un Padre celestial al que permanece intimísimamente unido en el único Espíritu. Donde está María con el Niño, por ello, está también la Santísima Trinidad, y la relación temporal entre una madre y un hijo se entrecruza con aquella eterna entre el Padre y el Hijo. Este es el tema de un famoso cuadro de Murillo, en la National Gallery de Londres, donde la Sagrada Familia en la tierra y la eterna “familia” constituida por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo confluyen en una única realidad, en cuyo centro vemos al niño Jesús, punto de encuentro entre las relaciones horizontales de María y José, y de aquellas verticales entre el género humano y Dios.
Al final de la Edad Media, en el ámbito de la espiritualidad laical de la Europa septentrional, la idea de una “familia de Jesús” se había desarrollado sobre todo en torno a la falsa genealogía conocida como Trinubiam Annae, según la cual María habría tenido dos hermanastras, nacidas de Santa Ana después de la muerte de Joaquín de dos sucesivos maridos, llamados respectivamente Cleofás, y después –muerto él-, Salomé. Las tres muchachas se llamaron María y, por lo tanto, las piadosas mujeres denominadas en los Evangelios como “María la de Cleofás” y “María la de Salomé” serían parientes próximas, como lo era Santa Isabel. Los hijos de estas mujeres –los “hermanos” o, mejor, primos del Señor- habrían lógicamente crecido juntos, en lo que se denomina la “Santa Parentela”: es el motivo de una tabla del holandés Geertgen tot Sint Jans para el oratorio de la Orden de Caballería de San Juan Bautista en Haarlem, de la cual el artista era famulus et pictor; la tabla está hoy en el Rijksmuseum de Amsterdam. Geertgen muestra la sagrada familia ampliada, con Santa Ana y Joaquín, José, María y Jesús, Santa Isabel con el pequeño Juan Bautista, María de Cleofás y María de Salomé y con otros hijos y maridos. La escena está ambientada en un “templo” donde, sobre el altar, hay un grupo escultórico que representa el Sacrificio de Isaac que –aludiendo a la Pasión de Cristo- sugiere el fin de esta primera experiencia de socialización de Jesús: como futuro Salvador, el Hijo de María debía conocer la intimidad del género humano por el cual ofrecería su vida.
TIMOTHY VERDON (OSSERVATORE ROMANO, 4.1.2013)