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8 de marzo - Tercer Domingo de Cuaresma (Jn 2, 13-25)
En el templo de Jerusalén, Jesús encuentra comerciantes de ganado y cambistas que cambian las monedas que tienen grabada la imagen del emperador por otras monedas con las que pagar el impuesto del templo. Un comercio permitido por las autoridades religiosas, pero que desencadena la reacción de Jesús al ver que la fiesta de pascua ha asumido un cariz profano. Todos los profetas habían anunciado un templo sin comerciantes, porque el Señor no quiere que el culto sea exterior. Jesús sigue esta línea profética. El templo es la casa de su Padre y éste pide un culto espiritual e interior, hecho de amor, no de animales y mercancías. A los judíos que piden una señal, Jesús les responde con la más grande de todas: su resurrección. ¡Un milagro mucho más grande que un Templo destruido y reconstruido en tres días! Si en otro tiempo el lugar de la presencia de Dios en medio del pueblo era el Templo, ahora es el cuerpo del Resucitado el signo real de la presencia del ‘Dios con nosotros’; Jesús es el nuevo santuario de Dios. Jesús clausura un templo que se había convertido en un negocio y reabre la verdadera relación y comunión con el Dios que se da libremente a sí mismo en el Hijo, un amor apasionado que culminará con la Pasión del Hijo de Dios.
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